A veces me gusta imaginar que puedo sola, pero la verdad es que dependo de los adultos que me trajeron al mundo, en esta gran crisis de los 20 tengo todo lo que un “NINI” puede pedir: internet, libros y una cantidad bondadosa de dinero que me proporcionan mis progenitores.

En algunas ocasiones, cuando la gran crisis se intensifica, me tranquiliza hablar con mi abuelo, yo le digo “Abu”. Es mi gran confidente, siempre me recuerda lo inevitable que es el tiempo cuando no sabes cómo enfrentarlo. A él le cuento todo lo que pasa en mi joven vida. Se enteró cuando me enamoré del chico de ojos bonitos; cuando un amigo me lastimó traicionando mi cariño; cuando viví el salto de la vida foránea y me mudé a la gran ciudad. 

Creo que sería más sencillo nombrar las cosas que no le he contado, porque me olvido de ellas. Cuando recibí el título universitario, vi el destello de orgullo en sus ojos, no me podía faltar en aquel día, él me impulsó a decidirme por estudiar literatura. A veces creo que hablo mucho de él, pero ¿cómo no hablar de mi gran amigo? Es uno de los hombres que me ha demostrado que el amor verdadero existe. 

Quisiera creerme fuerte, pero, de pronto, me descubro mintiendo. Es mentira, me gustaría creer que ese hombre del que hablo sigue conmigo, pero no es así, él me abandonó de la manera más cruel que un abuelo puede hacerlo a su nieta: murió. Hace casi cuatro años que vivo extrañando cada uno de sus abrazos, la sonoridad de su risa, la grandeza de su corazón. 

Una enfermedad maldita me lo arrebató. En aquel agosto de 2020, su corazón dejó de latir por un paro respiratorio causado por COVID-19, nunca más volví a ver sus ojos, ni el blanco de sus cabellos, ni el reloj que le rodeaba la muñeca. Ese día mi Abu comenzó una nueva vida, lejos de mi, y ahora susurro mis secretos a la hoja y al lápiz; me ayudan a no sentirme tan sola.

Karen Salmorán Navarro